11.
Lo primero que hizo Rafaela fue mirar el jardín de su casa. Aquel toldo les impedía ver la luna. La ceremonia había sido pesada. Rafaela sentía una inexplicable tristeza sólo comparable con la que sentía aquellos días depresivos, que llegaban y se iban sin que nadie los llamara.
Marcela había planeado mantener el cuarto de su hija intacto, no moverle ni un peluche, y mandarlo a limpiar siempre, para que el polvo no se trague las cosas, así como pasa con nuestro cerebro. A todos les gustaba la idea. Rafaela intuía que poco a poco podía ir apoderándose del cuarto de su hermana. Tal vez era un deseo oscuro, pero era un deseo al fin y al cabo. Además, cuando eran niñas, las cosas que Patricia ya no usaba solían pasar a ser de Rafaela. Nunca nadie se había quejado de eso, excepto en una ocasión, en la que Patricia se lo sacó en cara, durante una pelea.
Toda la fiesta era una cachetada a la pobreza y eso parecía molestarle un poco. Rafaela siempre había querido un cuarto que diera al jardín. Se echó en la cama y prendió el televisor. La luz del jardín empezó a entrar por la ventana, el televisor empezó a hacer formas indescriptibles en el techo de la habitación. Rafaela quiso envolverse con el cubrecama, pero prefirió no dejar ningún rastro.
Evitó quedarse dormida. Tenía que estar atenta por si llegaba la limosina. Bajar y quedarse despierta hasta las cuatro o cinco de la mañana, hasta que el último infeliz borracho se largara a su casa o a morir en algún parque.
Le dio pena darse cuenta que Patricia se casaba. Sintió las pisadas de alguien que subía por las escaleras y una puerta que se abría. Logró echarle un rápido vistazo al televisor prendido y notar que estaban dando el programa cómico de los sábados. Supo que era Marcela por la marcha de los tacos. Cuando se abrió por fin la puerta, un halo de luz le cayó directo a los ojos.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó Marcela.
- Sólo estaba descansando…
- Baja de una vez -dijo-. Y pásate un peine.
En ése instante el cuarto de Patricia le produjo a Rafaela una sensación extraña. Recordó haber estado ahí una vez, cuando era niña. Hacía tiempo que no lo recordaba, pero aquel cuarto no era de Patricia, sino de la abuela.
- La abuela -dijo Rafaela, en voz baja, casi gutural, mientras caminaba al tocador de su hermana en busca de un peine-. No había pensando en la abuela desde hacía tiempo. -Cogió un cepillo y empezó a peinarse. Se preguntó porque no tendría el pelo rubio y casi seda que había tenido su abuela-. Pobre abuela -dijo por fin-, hace tiempo que no pensamos en ella.
12.
Los lunes por la mañana escuchaba radio y ése parecía ser el momento más productivo de la semana. Las largas épocas de bloqueo las solía pasar haciendo dominadas en su cuarto con la televisión prendida. Más de una vez perdió el control -no era muy hábil que digamos- y la pelota fue a dar contra los casetes, los discos y la ventana.
Una calurosa tarde de verano, mientras se lavaba los dientes, tuvo la idea que había estado esperando desde hacía tiempo. Era el plan perfecto para un asesinato. Cada posibilidad desembocaba en otras alternativas que, al multiplicarlas entre sí, daban verdades absolutas.
A pesar del nombre de su libro y de los temas que abordaba, Luis nunca pensó en matar a nadie. La imagen del asesinato la tenía grabada en el cerebro desde mucho antes de que la escribiera. Porque cuando decidió hacerlo ya era invierno, habían pasado tres años y había terminado con Patricia.
Entonces se sentó a esperar que las ideas llegaran. Decidió retratar primero la idea original, una suerte de triángulo amoroso en la que la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, cuya irrefrenable pasión hacia una chica que no le corresponde termina causando un asesinato múltiple, planeado con sumo cuidado durante noches en vela.
Al tiempo que pasó con Patricia le empezó a llamar síndrome de Estocolmo. No entendió de dónde había sacado la estúpida idea de que con esfuerzo y buenas intenciones se podía tener éxito en la vida. Sintió que la forma de ser de Patricia lo había estado contaminando.
No es que Luis huyera de la realidad, simplemente no quería enamorarse de ella. Siempre había intentado conocer otros mundos y sabía que estaba atrapado en uno sólo. Comprendió también que había estado evadiéndose todo ese tiempo, con pedazos de realidad que entraban por sus ojos cada vez que veía a Patricia. Pensó que la lesbiana tenía que ser más o menos como él. Una chica que, al no ser bonita, busca la belleza en otras personas.
Para escribir esto necesitaba concentrarse. Decidió, entre otras cosas, dedicarle el libro a Patricia. Después de todo, ella había sido su enamorada y era bueno que hubieran terminado en las condiciones que lo hicieron: sin llanto, sin sobresaltos, sin arrepentirse un sólo instante por nada. Luis sentía que las cadenas que lo ataban a la realidad eran por fin rotas.
Cuando Patricia lo buscó, Luis pensó que le pediría volver. Hacía tiempo que no se veían. La gente pensaba que Luis andaba metido en drogas, o cuando menos, profundamente deprimido por su reciente ruptura con Patricia. La verdad era que la pasaba bárbaro. Cada día se identificaba más con su personaje, la estudiante, y los problemas que ella enfrentaba.
Patricia parecía contenta escuchándolo hablar de todo aquello. Sin embargo, Luis estaba gordo y feo. La estética del desaliño le parecía a Patricia algo sumamente púber. Una vez que la luz se apagó, decidió contárselo.
Luis se quedó mudo. Aunque no tenía intención de hacerlo, las ideas de volver con Patricia se fueron al agua. El hecho de que Patricia y su primo estuvieran juntos, le produjo a Luis una sensación horrible en el estómago. Tuvo ganas de pararse e irse, o ir corriendo al baño a vomitar. Pero no lo hizo. Se quedó ahí sentado y esperó a que acabara la película.
13.
Desde la ceremonia, Coco Sokolich le había echado el ojo a Rafaela Bobadilla. Pero ahora ella no estaba por ningún lado. Ciertamente, era como si hubiera desaparecido. Poco a poco, la sala se fue llenando de gente y lentamente los Sokolich fueron relegados a una esquina.
Lola había llegado con Luis y ambos se habían quedado en el jardín. Desde donde estaba Coco, podía escuchar el jazz que salía de un equipo colocado estratégicamente en un extremo de la sala. Se preguntó si Rafaela habría subido al segundo piso. Recordaba haberla perdido de vista entre las escaleras y la puerta que da a la cocina. No podía estar en la cocina, porque de ahí salían los mozos, aunque era una posibilidad.
Decidió no moverse de donde estaba. Su papá se fue corriendo apenas apareció Bobadilla con un whisky en la mano. Algo muy parecido pasó con su mamá, que se sentó en la mesa donde estaba Marcela. Coco pidió un vaso de cerveza y esperó parado junto a la escalera por si Rafaela bajaba.
- ¿Y esa cara? -fue lo primero que dijo Lola cuando lo abordó.
Coco estaba en un estado parecido a la inconsciencia, sentado en el primer escalón y mirando el interior de su vaso de cerveza vacío. No se le ocurrió decir nada. Escuchó una voz de más. Levantó la cabeza y vio a Luis.
Esa noche, Coco estaba particularmente desganado. Luis dijo algo sobre salir a la calle a comprar cigarrillos. Coco siguió con la mirada fija en su vaso de cerveza vacío. Lola preguntó con un tono muy irritante:
- ¿Afuera? ¿Para qué?
Coco no se había percatado antes, pero el vestido de su prima era verde y ridículo. Había empezado a sonar música de salón, o algo parecido a Norah Jones. El bar improvisado del jardín lucía cada vez más repleto. El terno que traía puesto Luis consistía en un saco marrón y un pantalón negro.
- No venden cigarrillos por acá -le increpó Lola.
- ¿Cómo sabes? -preguntó Luis.
- Por aquí no hay bodegas y los quioscos cierran temprano.
- Pero hay un grifo a unas cuadras.
Coco levantó los hombros. Con un gesto en la cabeza, se paró y se fue. Una vez en el jardín, sintió nauseas. Todo le empezó dar vueltas. Conforme avanzaba, las cosas empezaron a moverse cada vez más lentamente.
Se dirigió al bar.
- Hola -le dijo Rafaela.
Estaba apoyada en la pared y tenía un cóctel rojo en una mano.
- Hola. No te había visto -Coco le dio un beso en la mejilla.
Empezó a sentir más nauseas. Pidió una cerveza y se la sirvieron directamente de la chop. Con lo mareado que estaba, no se animó a decirle nada, y dejó que Rafaela se aburriera rápido.
- ¿Y cómo has estado? -preguntó ella.
- Parece que un poco enfermo.
Rafaela hizo un sonido con los dientes. Su vestido, azul oscuro, acentuaba la forma de su cuerpo. Coco no recordaba haberla visto nunca así. Es más, no recordaba que ninguna mujer le haya gustado tanto, excepto la misma Rafaela a la edad de quince años.
14.
Era la inauguración de la nueva planta textil de los Sokolich. La empresa se perfilaba como una de las más modernas y grandes del país. No era para menos, la economía se había vuelto a favor de las empresas grandes que apuntaban al exterior.
José Sokiloch y Sebastián Bobadilla se habían conocido en el colegio, habían compartido pupitre y alguna que otra aventura juvenil. Ya de viejos, cuando se les veía conversar, nunca faltaba un buen whisky a la mano. A mitad de los años noventa, Bobadilla pasó a ser dueño del 25% de la empresa textil de los Sokolich.
Esa noche, Coco llevaba el pelo corto y la voz chillona. No le había salido acné, pero ya faltaba poco. Era robusto por naturaleza y un poco callado. Tenía poco más de trece años. Caminaba entre los invitados luciéndose como el hijo del dueño. Junto a él desfilaban los trabajadores, correctamente uniformados, con identificación en la solapa.
Los invitados caminaban por la fábrica como si fuera un museo. Se podía mirar pero no tocar. Entre los trabajadores había una mujer. Según las cifras, tarde o temprano las trabajadoras mujeres quedarían embarazadas y eso significaba vacaciones pagadas, distracciones en el trabajo y un indeseable etcétera. Habían contratado sólo a una, disimulando el hecho de que habían caído en algo conocido como discriminación sexual.
Coco Sokolich logró distinguir a Rafaela Bobadilla vestida con una falda negra y una blusa del mismo color. Encima llevaba una casaca sport. La hija menor de Bobadilla se había vestido así para una fiesta a la que quizás no había querido ir. Tenía el ceño fruncido y estaba parada donde servían el ponche. Debajo de su falda llevaba unas medias de nylon y en los pies, zapatos chinos negros.
También logró distinguir a su primo de la mano de la otra hija de Bobadilla. Estaban a unos metros de Rafaela y parecían totalmente absortos de lo que sucedía. Comían bocaditos y Luis tomaba un poco de cerveza. El papá de Rafaela parecía tratarlo bien. Luis sonreía y apenas se había percatado de la presencia de su primo.
- ¡Coco! -le dijo apenas lo vio, tenía un triple chiquito en una mano y un vaso de cerveza en la otra.
- Vaya, esta fábrica sí que es enorme -dijo Patricia.
Llevaba básicamente lo mismo que Rafaela, pero en diferente color. Una falda crema y una blusa blanca. Tenía sujeto a Luis por el brazo, como los novios cuando dejan el altar. Al fondo, por las ventanas, sólo se veían máquinas y un par de cilindros enormes. El patio donde estaban era una suerte de zona recreativa. La empresa textil de los Sokolich apuntaba alto gracias al capital invertido por Bobadilla.
- Y bien, Coco -le dijo Luis- ¿eres consciente de que algún día heredarás todo esto?
Coco sonrió. No quería pasar su vida exportando productos textiles, pero podría ser un medio para llegar a Rafaela. Si se casaban, podrían vivir holgadamente y relegar cargos, es decir, vender algunas acciones. En pocas palabras, vivir sin trabajar. En una casa de playa al sur de la ciudad. Alejados de todo.
- No sólo yo -dijo Coco-, ellas también.
Patricia y Luis se dieron un beso. Luego desaparecieron al interior de la fábrica. Coco los alcanzó a distinguir por las ventanas donde se veían aquellos enormes cilindros. También se exhibía la producción textil.
- Bueno -comenzó Coco-. Rafaela, ¿no?
- Sí -dijo ella.
Coco llevaba puesto un terno negro. Rafaela seguía con el ceño fruncido. Todo esto le producía una falta de confianza a alguien que, debido a su edad, no tenía la más mínima confianza en sí mismo. Coco logró servirse algo de ponche.
-¿Cómo te va? -le preguntó Coco.
Rafaela, a pesar que llevaba una casaca sport encima, apretó los brazos contra su pecho, alimentando la imagen que tenía de desinterés por todo. Desvió la mirada y la dirigió al cielo raso, donde había un tragaluz.
- Bien -dijo Rafaela, después de un rato.
Coco decidió darle un sorbo más a su ponche y quedarse parado junto a ella un rato más. Desvió la mirada y logró ver un par de personalidades. Había una mujer horrorosa, con la cara toda estirada, llena de joyas. Un hombre gordo, vestido con un abrigo de piel y un par de fotógrafos de la prensa. Había una cámara de televisión que había estado filmado la ceremonia, pero que ahora descansaba en el piso.
Volvió a la carga y le preguntó a Rafaela:
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince -dijo ella, bajando la mirada y dándole una rápida inspección. Parecía que no se daba cuenta con quien estaba hablando. Después de un rato, ella preguntó-: ¿Y tú?
- Yo tengo trece -dijo, orgulloso de no haber mentido. Por un momento pensó en decir catorce, la diferencia no era muy grande pero entonces se notaba.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rafaela.
- Jorge -dijo Coco.
Aquella pregunta no le sorprendió. Después de todo era él quien se había fijado en Rafaela y no al revés. Desde hacía mucho tiempo Coco le había seguido la pista a Rafaela Bobadilla y a escondidas había acumulado pensamientos desastrosos, es decir, desastrosos para él, sobre la supuesta vida que llevarían en común, que se resumía en un único beso.
- Ah -dijo Rafaela, sonriendo.
- ¿Qué pasa? -Coco también sonrió.
- Yo me acuerdo de ti.
- ¿En serio?
- Sí, hace muchísimos años. Fuiste una vez a mi casa. Jugamos a las escondidas. Bueno, no nos llevábamos muy bien qué digamos. Al principio nos peleábamos.
- Sí, me acuerdo.
- Pero nos divertíamos.
- Sí, no estaba muy acostumbrado a jugar con niñas.
- Yo tampoco a jugar con niños.
- Es raro.
- Sí -dijo Rafaela-, como si desde entonces supiéramos que la combinación entre sexos resultara explosiva.
- Es que lo es -puntualizó Coco.
- Tienes mucha razón.
- Sí -dijo Coco-, te acuerdas que estábamos…
- En la cocina. Y le tiraste un huevo a Patricia…
Coco y Rafaela rieron a carcajadas. Luego se quedaron callados un rato, como guardando fuerzas para más tarde. No había sido tan simple. Los tres se habían escabullido hasta la cocina y habían planeado preparar un pastel. Patricia, que era la mayor de los tres, había cogido seis huevos, como solía hacerlo su abuela, y los había manipulado. Sin darse cuenta, Coco tropezó con ella, y un huevo reventó.
- Vaya, no puedo creer que Luis esté con tu hermana.
- Sí -dijo Rafaela.
La expresión de su cara cambió. Coco logró percibir un poco de tristeza. Tras una de las ventanas, vio que Patricia y Luis se reían de algo y caminaban felices de la mano. Sin pensarlo un instante, Coco se dio cuenta que sus destinos estaban maliciosamente conectados. Se preguntó qué fuerza sería ésa que une y desune a las personas a su antojo.
15.
La limosina se alejó rápido del Parque del Amor. Patricia había insistido en pasar por ahí pero en no bajar. No quería hacer el absurdo recorrido que hacen los recién casados de clase media. No quería hacer luz su vestido, ni tomarse las fotos. Odiaba la fiesta que la esperaba en su casa. Ya no se sentía gorda, y en ése sentido, Álvaro había hecho un buen trabajo.
- Vinieron todos tus amigos -dijo él.
A pesar de que tenía un montón de cosas en la cabeza, Patricia decidió cerrar los ojos y disfrutar el recorrido. Al principio la idea de la limosina le había parecido terrible. Sin embargo había un vidrio oscuro que separaba a la pareja del chofer y eso le permitía estar a solas con su esposo. Se recostó sobre él, abrazándolo. El vestido le incomodaba, así que decidió sacárselo.
- Vinieron todos tus amigos -le repitió Álvaro.
Sostenía en una mano una copa de champán y miraba la calle. Constantemente le daba sorbos y parecía estar absorto en lo que hacía. Había una botella de champán en un pequeño balde de metal con hielo. Lo habían abierto riéndose a carcajadas apenas salieron de la Iglesia. Por primera vez en mucho tiempo, Patricia reconoció que su madre había tenido razón.
- ¿Pero qué haces? -le preguntó Álvaro.
Patricia le pidió que le desabrochara la espalda.
- Vamos, vamos -le dijo Patricia dándole la espalda, recogiendo su pelo para que se vieran los botones y la cremallera.
Álvaro lanzó una carcajada.
- No lo voy a hacer -susurró-, estamos en la calle.
Patricia hizo una mueca de fastidio y se reincorporó, cruzó una pierna con la de Álvaro y le dijo:
- No puedo esperar a estar a solas contigo…
Álvaro volvió a reírse. Pasaban por El Olivar de San Isidro. La limosina cumplía un estricto recorrido trazado por la mamá de Patricia. Álvaro sacó del bolsillo un estuche con sus lentes y se los puso. No era ciego, pero con los lentes podía ver todo con más claridad.
Pasó sus dedos por el cabello de Patricia y acarició el rostro. Las luces de El Olivar atravesaban el vidrio polarizado de la limosina. Patricia, sin pensarlo dos veces, se sentó encima de Álvaro abriendo las piernas. No sabía que estaba tan excitada. Se dejó llevar por lo que hacía su esposo.
16.
Lola sacó de su cartera una cámara digital y empezó a filmar la escena. Estaban parados formando un círculo. Coco se cubrió el rostro y Luis sonrió. Rafaela siguió fumando el cigarro de marihuana que tenía sujeto entre los dedos y que alguien, no recordaba quién, le había dado. Estaban en una esquina frente al Golf de San Isidro. Habían perdido el rumbo alejándose lo más posible de aquella puerta iluminada. Ahora estaban perdidos y a unos metros las copas de los árboles se habían vuelto negras.
Lola le hizo un primer plano a Rafaela y ella sonrió. Coco parecía estar incómodo con lo que sucedía. Lola era una boca floja. Parecía hacer todo lo posible por hacerlo quedar mal a él. Manipulaba la cámara y no parecía estar consciente de lo que hacía.
Luis y Rafaela parecían llevarse mejor cada minuto. Coco se preguntó qué clase de persona sería su primo. Rafaela no era una chica que fumara marihuana. Confesó haberlo hecho sólo una vez. Al rato advirtió que se quemaba los dedos. Lola lo registró todo en su cámara.
Una camioneta Luciérnaga pasó bordeando la calle de enfrente. Como casi no quedaba nada, decidieron botarlo y emprender el camino de regreso a la fiesta. La camioneta Luciérnaga encendió sus luces y empezó a bañar la calle de azul.
Una parte de Coco no lograba entender por qué había salido. Otra parte comprendía que sólo había seguido los pasos de Rafaela, arrastrado por el brazo de su prima. La idea de matar a alguien se le cruzó por la cabeza un instante, como parte de una fantasía que tenía cuando algo salía mal. Rafaela no parecía estar drogada, pero prestaba especial atención a todo lo que decía Luis:
- Dejé la universidad -decía-, por escribir una vez a la semana…
- ¿Y lo sigues haciendo? -le preguntó Rafaela.
- Creo que ya no.
Lola cogió del brazo a Coco y le preguntó si le pasaba algo. Lola siempre lo molestaba diciendo que era su primo preferido, por callado y por no intentar llamar la atención. Eran del mismo año, aunque Coco le llevaba seis meses. Cuando eran niños, jugaban a que se iban a casar. Con el paso del tiempo, aquel juego fue perdiendo mucha gracia.
Antes de llegar a la esquina, Lola advirtió a los que habían fumado que se echen gotas a los ojos. Pararon en seco. Lola abrió su cartera y sacó un pequeño pomo. Cerca a la fiesta, un chico ambulante vendía caramelos, chicles y cigarrillos. Luis fue corriendo tras él. Tuvo suerte y compró una cajetilla de Malboro rojo. Miró a Rafaela mientras ella se echaba gotas a los ojos, parpadeaba como en los dibujos animados y sonreía.
17.
Todo fluía con cierta normalidad hasta que una copa de champán cayó al piso. El sonido que hizo al romperse provocó que todos se callaran o voltearan a mirar a mirar que pasó. Unos pocos aplaudieron. El chico que había tropezado, uno con uniforme de mozo, se apuró en recoger los vidrios rotos guardándoselos en el bolsillo.
Luego todo volvió a la normalidad. Los invitados siguieron con lo suyo, los encargados del bar siguieron expidiendo licor a diestra y siniestra. Ramallo echó un vistazo al interior de la casa buscando a Lola. Su cuñado, en un intento por calmar su ansiedad, le dijo:
- No te preocupes, debe haber salido a comprar con Luis…
La limosina que llevaba a los novios se alejó de El Olivar y emprendió el camino hacia el Golf de San Isidro. Patricia se volvió a poner el calzón. Álvaro le dio un sorbo a su copa de champán. Habían hecho el amor muy pausadamente. El vestido de novia no dejaba hacer muchas cosas, pero se las habían arreglado. La penetración había sido corta, pero efectiva, alimentada por la sensación de estar a la intemperie. Ahora todo estaba estático. La limosina avanzaba como si flotara.
A Luis se le subió la adrenalina cuando Rafaela lo tomó del brazo al entrar.
- Adelante -dijo el hombre vestido de terno.
Después de todo, sin él, Álvaro y Patricia jamás se hubieran conocido. Luis llegó así a la conclusión de que no había por qué sentir repugnancia aquella noche. Rafaela y él podrían ser buenos amigos.
Se sentaron en una mesa vacía al final del jardín, prácticamente a la entrada de la recepción. Lola y Luis tenían los ojos hundidos y la expresión parca. Tomaron un par de cervezas al vuelo. Alguien había subido el volumen de la música y sonaba algo de The Carpenter. Mirando bien a los invitados, parecía que todos hablaran de lo mismo, articulando las mismas palabras.
- Bien -dijo Rafaela-, al parecer nos hemos sentado en la mesa de los amigos de mi hermana…
- ¿A quién le importa? -dijo Lola, sentándose-. Declaro esta mesa como la mesa de los primos.
- Pero yo no soy tu prima…
Lola levantó los hombros.
- ¿Dónde tienes que sentarte? -le preguntó Luis.
- Creo que con los abuelos…
- Vaya, qué aburrido -dijo Lola.
En la mesa del costado, todos hablaban en voz alta. Los bocaditos pasaban cada vez con menos frecuencia. Empezaron a salir platos con comida. Coco se escabulló de Lola, escapándose al interior de la casa en busca de un baño. Rafaela hizo algo muy parecido, al rato fue vista hablando con Marcela en una de las salas.
Sucedió muy rápido y nadie calculó exactamente cuánto tiempo pasó. Todos los invitados se aglomeraron en la entrada. La calle estaba iluminada con las luces del Golf de San Isidro y los carros estaban estacionados uno detrás de otro, a lo largo de toda la cuadra. La limosina logró entrar por un pequeño espacio y la puerta con lunas polarizadas se abrió.
Rafaela llegó tarde. Se acomodó entre de la multitud y vio cómo su hermana salía de la limosina radiante y despeinada, con su vestido de novia color marfil. Rafaela sintió un dolor en el estómago y se alejó. En la recepción, sólo quedaban los mozos y un cabizbajo Luis sentado en una silla.
- Ya llegaron… -dijo Rafaela, con voz cansina.
- Así es -respondió Luis.
- Sabes -le dijo Rafaela, mientras se sentaba-, nunca pensé que iba a ser así…
- ¿Cómo pensaste que sería?
Rafaela levantó la cabeza al toldo que era una suerte de cielo raso. Vio aquellos globos inflados a gas, sujetados por un delgado hilo que les impedía volar hacia la luna.
- Imaginé que yo tendría novio.
Luis lanzó una carcajada.
- Y pensé que tú te casarías con ella.
- Vamos -Luis negó con la cabeza-, pudo ser peor.
De pronto todos entraron a la casa y por una especie de piñata cayeron flores que bañaron a los novios. Todos los felicitaban y hablaban en voz alta, mientras las cámaras les disparaban fotos y algún encargado filmar la escena tenía un aparato que despedía una luz blanca. Empezaron a avanzar hacia el jardín.
Patricia sonreía mientras sostenía su buqué.
18.
Después de un tiempo le empezaron a parecer dos realidades distintas. Más que dos amores o dos momentos de su vida, Patricia tomó aquellas dos relaciones y las transformó en realidades paralelas. En una vivía una Patricia que parecía haberse extinguido, pero que sobrevivía en algún lugar de su imaginación. En la otra, por el contrario, vivía una Patricia que planeaba casarse y formar una familia.
Con el pasar de los años Patricia terminó extrañando a Luis de manera permanente, casi como un estado de ánimo. Álvaro resultó ser una versión alternativa, como otro personaje de un mismo cuadro. Durante un tiempo, Patricia soportó vivir sin Luis hasta convertirlo en un mal karma, en una palabra impronunciable. Mientras fue enamorada de Álvaro, hubo una regla tácita: imposible abordar ése tema. Patricia parecía mostrarse especialmente sensible con eso.
Para los preparativos del matrimonio, Luis seguía provocando controversia. Si bien faltaban varios meses para la boda, las invitaciones tenían que mandarse a imprimir y enviarse con anticipación. El conflicto los agarró una noche con las invitaciones y los sobres en la mesa.
- Podemos enviárselas a toda la familia y ya está -dijo Marcela-. Al final, Luis no se ha casado, ni se ha ido a vivir sólo, creo que ni siquiera tiene novia -y lazó una carcajada-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
- Ése no es el punto -dijo Rafaela-. Patricia, si no hubieras estado con Luis jamás hubieras conocido a Alvarito…
- Tienes razón -dijo después de un rato-, hay que enviarle una a él.
- Pero Patricia…
- Es un gesto, mamá…
Sus recuerdos la situaron en una lejana tarde de invierno. Tenía diecinueve años. Hacía frío y estaba sola. Recordó una tarde parecida pero en otro tiempo, quizá en otra realidad, donde un guapo y delgado joven, vestido con una camisa azul y una sonrisa en la boca, le dijo para salir a pasear.
Marcó el número y esperó a que le contestaran. Sus senos estaban hinchados y tenía acidez en el estómago. Estaba con la regla. Cada timbrazo significaba una ola de adrenalina en su cuerpo. Cuando colgó, se sintió más sola que nunca. Tuvo ganas de llorar.
Adentro suyo, algo se moría.
19.
Los recién casados bailaban un vals y tenían una media sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Estás leyendo algún libro? -le preguntó Luis.
Rafaela negó con la cabeza.
- Creo que no leo nada desde que estaba en el colegio. ¿Y tú?
- Estaba leyendo a Patricia Highsmith, “Dos extraños en un tren”.
Rafaela asintió.
- ¿Y qué tal es?
- Más o menos.
Rafaela lo miró. En realidad, pensaba en otra cosa. En la sala, los recién casados terminaron de bailar. El círculo se cerró. La gente empezó a transitar. Se produjo un silencio incómodo que perturbó a todos.
Rafaela y Luis hablaban en murmullos:
- ¿Y de qué se trata?
- Bueno, trata de dos extraños que se conocen en un tren.
- ¿En serio?
- Aja.
- ¿Y después qué pasa?
Algunos se acercaron a saludar a la novia. Parecía difícil llegar hasta donde estaban los recién casados, pero algunos se aventuraban. Alguien llamó a Rafaela para que intentara atrapar el buqué, pero ella negó con la cabeza. Le volvió a preguntar a Luis:
- ¿Y después qué pasa?
- Bueno. Cada uno decide matar al enemigo del otro.
- ¿Cómo así?
- No sé, creo que conversaban y salía el tema de la nada.
Rafaela lanzó una carcajada.
- ¿Sabías que eres realmente gracioso?
Luis asintió.
- Sí, no sé cómo tu hermana me puso cambiar por el idiota de mi primo…
Otra de las amigas de Patricia se acercó hasta donde Rafaela y le dijo que todas las chicas estaban listas para atrapar el buqué. Rafaela negó con la cabeza, tomó a Luis del brazo y se lo llevó hasta el jardín. Pudo ver que las solteras se habían arrimado a un extremo de la sala.
- ¿Qué sucede? -le preguntó Luis.
Rafaela habló apresuradamente. Luis enmudeció. En la sala, Patricia le dio la espalda al grupo donde estaban paradas sus amigas solteras. Entre ellas se encontraban amigas del colegio y de la universidad, junto a Lola y otras chicas. Excepto Rafaela.
Patricia se rehusó a tirar el buqué sin su hermana en la fila, así que la mandó a traer con Marcela. Una vez que Rafaela estuvo ahí, el buqué voló por los aires hasta caer directo en las manos de una chica rubia con mirada tonta.
20.
Cuando Almendra cogió el buqué, se lo enseñó a todos gritando:
- ¡Lo atrapé! ¡Me voy a casar! -Mientras daba pequeños saltos. Tenía un vestido blanco a cuadros que le llegaba a la cintura. Algunos aseguraron haberle visto el calzón. Era rojo.
Luego de coger el buqué, se dirigió hasta donde estaba Álvaro y le dijo:
- ¡Lo atrapé!
Almendra trabajaba con él en un estudio de abogados, formado por un grupo de amigos salidos de la facultad. Almendra había estudiado secretariado bilingüe y fue aceptaba luego de mostrar por la oficina sus dos fabulosas piernas. Toda su vida había sido una versión de la ruca del barrio. A primera vista pasaba desapercibida. Su aspecto no la favorecía, tenía el pelo pintado y la mirada desorientada. Su relación con Álvaro sobrepasó lo laboral una tarde de verano, cuando le mostró la parte bilingüe de su secretariado. Desde entonces el trabajo dejó de ser tan monótono para ambos. Almendra se pasaba las tardes sentada limándose las uñas, esperando que Álvaro la saque a pasear.
A él le gustaba la displicencia con que Almendra se dejaba hacer el amor. Había cosas que le hacía en la cama de las que ni siquiera se atrevería a hablar con Patricia. Una noche, mientras regresaba de un night club con dos amigos y un travesti en el coche, se dio cuenta de lo que había pasado. Había perdido el control. Lo que hacía un año era un romance clandestino, una aventura de oficina, para calmar el dolor del día a día, se había vuelto ahora una aventura descontrolada que podría acabar o no con su futuro matrimonio.
Un buen día, después de la faena de rigor en el hostal de turno, Álvaro tuvo la brillante idea de aclararle el panorama a Almendra. Le dijo que le gustaba estar con ella porque lo suyo era sólo sexo. Almendra respondió con un ataque drástico de insultos que no bajaron del maldito bastardo hijo de puta. Amenazó con contarle todo a Patricia. Luego se puso a llorar. Antes de que Álvaro cogiera su ropa y se fuera, Almendra dijo que iba a quitarse la vida y a dejar una nota suicida.
En el coche de la empresa Álvaro condujo como un zombi. La idea de ver su vida acabada antes de empezar lo mortificó siempre, pero ahora, a causa de sus debilidades, podía volverse realidad. Antes de llegar a la oficina, en el cruce de Javier Prado con Arequipa, sus dos amigos bajaron, se despidieron de él y caminaron por la avenida Arequipa dando tumbos. El travesti pasó al asiento del copiloto. Empezó a hablarle en voz baja, con un sonido ronco. Tenía el pelo largo, probablemente una peluca, tetas de mentira, una minifalda a la que le hacían falta unas caderas y unas botas de tacón alto. La luz de la calle se filtraba por el coche.
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